Esta relación tiene sus raíces en la voluntad de Dios, quien al crear al hombre
y a la mujer a su imagen y semejanza, les dio la capacidad de amarse y
entregarse mutuamente, al punto de poder ser "una sola carne" (Gn. 1, 22 y 2,
24).
El consentimiento libre por el cual la pareja se
entrega y se recibe mutuamente, es la esencia del sacramento del
matrimonio, Dicho consentimiento se concretiza en la fórmula que una
vez y para siempre se dicen los esposos con palabras como: "Yo te recibo como
esposo(a) y me comprometo a amarte, respetarte y servirte, en salud o
enfermedad, en tristeza y alegría, en riqueza o en pobreza, hasta que la muerte
nos separe".
Con esta declaración pública de entrega, los esposos se
constituyen el uno para el otro, ellos son los verdaderos ministros de este
sacramento; la Iglesia actúa como testigo autorizado a través de un sacerdote o
un diácono y frente a la comunidad cristiana.
Es en el seno de esta
relación estable y generosa donde Dios quiere que sean
engendrados los hijos, para que sea el amor la cuna donde se reciban las nuevas
criaturas y se constituya la familia y la sociedad. Tanto por su
donación y servicio mutuo como por su misión, los esposos son
sacramento vivo y permanente del amor de Cristo por la humanidad.
La Iglesia
entera o "Familia Cristiana" se beneficia del sí sacramental
que a diario se dan los esposos, pues este es un testimonio invaluable que
sostiene a todos los cristianos en el camino de entrega y servicio al cual hemos
sido llamados. Por esto, la renovación de las promesas matrimoniales son un
acontecimiento de todos los días.